El Pais Uruguay

Desde el Congo a Uruguay: la historia de Efuka Lontange

Tiene el único ballet africano de América Latina y cree que compartir la cultura de su país es una forma de activismo

SOLEDAD GAGO

Los pies descalzos golpean con fuerza contra el piso de madera. Son golpes secos. Suenan a piel fría. Marcan cuatro tiempos, dan cuatro pasos hacia adelante, cuatro pasos en el lugar, cuatro pasos hacia atrás. Mueven los brazos y la cabeza hacia arriba y hacia abajo. Están en una ronda. Efuka Lontange —pies descalzos, remera negra y pantalón amarillo— marca el ritmo con un tambor parado en una esquina. Acelera los golpes, los intensifica. Les dice a sus alumnos que escuchen, que el tambor es el que indica, exactamente, cuándo moverse. Después dice algo —“ehe”— y ellos responden “ea”, mientras giran levantando los brazos hacia adelante. La voz de Efuka, gris y profunda, lo repite cada vez con más fuerza, como si los estuviese arengando, como si estuviese diciéndoles bailen, bailen, bailen, como si el sonido de su garganta pudiera sacudirles el cuerpo. Y ellos bailan, bailan, bailan. Y gritan. Y se mueven. Y sonríen. Y entonces, de pronto, todo alrededor vibra: Efuka, el tambor, sus manos, su voz y su cuerpo y todas las voces y todos los cuerpos.

Es lunes 21 de noviembre a las ocho y cuarto de la noche cuando Efuka Lontange, africano, 65 años, le dice a una de las alumnas que toma la clase de danza del Congo, que camine con determinación, que pise con fuerza, que sienta sus pasos contra la tierra. Que camine como se camina en la vida, le dice: con convicción. Después dirá cosas similares: que no dejen de bailar, que sientan la tierra, que si no saben qué hay que hacer miren a los que sí saben, copien y aprendan. Que se baila como en la vida, dirá: que la danza es la vida.

El salón, en el segundo piso de una casa antigua en la que funciona Ánima Espacio Cultural, tiene paredes blancas, recién pintadas, unas ventanas que están cerradas, un espejo pequeño, unas luces, también blancas, un parlante en el que Efuka pone música al comienzo de la clase y un tambor. Por lo demás, el lugar está absolutamente vacío. Tienen todo el espacio que quieran, le dirá Efuka a sus alumnos, para moverse. Les repetirá: baila, baila, baila, baila. Y ellos, de a poco, irán entendiendo de qué se trata, cómo se hace, irán sintiendo, irán bailando cada vez con más intensidad, cada vez con más libertad. Es una danza, pero parece un trance: como un abandonar la conciencia solo para sentir el cuerpo.

Efuka nació en el Congo. Tiene tres hijos y cuatro nietos que viven en Francia, habla en un español trabado que se entiende sin problemas y todo lo que recuerda sobre su infancia está vinculado a Bolewa, su bisabuela. Al baile lo aprendió de ella. Y a eso de que la danza es la vida, también.

BOLEWA. Es el mayor de 11 hermanos. Cuando él nació su madre tenía 15 años y su padre 22. Como tenían que continuar con sus estudios, se crió con su bisabuela, una curandera que se especializó en mujeres y niños.

Cuando Efuka habla, al menos en español, lo hace mezclando el pasado con el presente. Entonces, dice: “Es una bendición para mí vivir con ella. Siempre tenía un bastón que dice que es su tercer pie. Ella camina lento. Siempre que va a la selva a buscar plantas yo iba con ella. Tenía una mirada profunda. Cuando te mira es como un viaje. Tiene una mirada de inocencia, como una mirada de niña, el pelo largo y blanco. Ella es curandera, muchas plantas, mucha música”.

Bolewa era curandera y curaba con plantas. Se levantaba temprano y caminaba en la madrugada hasta llegar a la selva para encontrar plantas y Efuka iba con ella. Antes de cortarlas, Bolewa les hablaba. Creía que las plantas tenían alma. Él también lo cree. Lo aprendió con ella. Nunca supo su edad. Cada vez que se lo preguntaba, Bolewa decía que eso no era importante.

Además, su bisabuela usaba a la música y a la danza para curar. “Mi tradición se llama Zebola”, dice Efuka. En el Congo, Zebola es una danza de ritual con cualidades terapéuticas.

Cuando cumplió 13 años se mudó con su familia a Irán, porque su padre era diplomático. Separarse de Bolewa, dice, fue un momento difícil. Sin embargo, cuando estaba lejos tenía algo que lo mantenía cerca: su danza, sus raíces, su cultura.

De Irán se mudaron a Francia y así, a todos los lugares a los que iba, Efuka llevaba consigo sus tradiciones. Se quedó en París y allí trabajó enseñando danza, como coreógrafo, montando espectáculos. Allí, también, aprendió sobre derechos humanos.

Un día, en una clase, alguien le dijo que necesitaban a un africano que supiera leer y escribir para asesorar con los papeles a los que llegaban indocumentados, para que no pudieran manipularlos ni mentirles. Ese día Efuka empezó su activismo.

Estaba en Francia cuando conoció, gracias a una delegación que se estaba presentando allí, al candombe uruguayo. En 2007 recibió la primera invitación para venir a Montevideo a trabajar en las Llamadas. Dos años después volvió y se quedó para investigar sobre el candombe y, también, sobre las palabras en español que tienen origen africano.

Efuka vive en Uruguay desde entonces. Y, en este tiempo, ha trabajado en distintos proyectos: dio clases a niños de distintas ciudades del interior y aprendió español con ellos, montó espectáculos, trabajó en las Llamadas, participó de un programa de intercambio cultural entre Francia, el Congo y Uruguay, grabó un disco, Changüí, que se puede escuchar en Spotify y, sobre todo, se dedicó a compartir y enseñar su cultura. Efuka tiene el único ballet africano de toda América Latina.

Eso —militar su cultura, promulgarla, difundirla— es para él una forma de activismo. También de estar más cerca, pero sobre todo, de no olvidar a aquella mujer de pelo blanco y ojos de inocencia que le enseñó todo lo que sabe.

Vivió con su bisabuela curandera hasta los 13 años, en una comunidad de mujeres y niños.

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2022-11-24T08:00:00.0000000Z

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