El Pais Uruguay

El escándalo político

HEBERT GATTO

No es inusual que durante las crisis de gobierno la oposición se afane en transformarlas en escándalos políticos. Ha sucedido una y mil veces, que se pase de una fase de rispidez en la relación entre los partidos, con fricciones atípicas entre los mismos (crisis política), a otra en la que la sociedad en su conjunto resulta involucrada en una disputa donde la moralidad resulta cuestionada. En ocasiones esa crisis generalizada se desata por la aparición de factores extraños como sexo o dinero, generadores de escándalos sexuales o económicos, en otras por la ilícita utilización del poder político considerado en sí mismo.

Una situación que de ser real y no artificio opositor, no favorece a las democracias basadas por definición en el imperio de la ley, en tanto la promoción o permisión de los actos motivadores del escándalo socavan los cimientos de esa misma legalidad. Coyunturas en que la ciudadanía, perdida entre argumentos inconciliables por parte del gobierno y la oposición, termina descreyendo del orden normativo que ambos invocan.

Por más que no toda confrontación, implique una crisis, capaz de promover un caos sistémico, que merezca la nota de escándalo.

Para ello el conflicto requiere de una nota de anormalidad, gravedad y generalidad que exceda los mecanismos compensatorios —vetos, destituciones, juicios políticos— del que todo Estado está provisto para afrontar la gobernabilidad.

La oposición uruguaya ha agrupado en un mismo paquete acusatorio los delitos sexuales de un senador de la república, el comprobado perfil delictivo del jefe de la custodia del Presidente, más la inusual rapidez con que se le expidió un pasaporte a un narcotraficante, para denunciar el estallido de un escándalo político. Sugiriendo incluso el juicio político al primer mandatario por implicarse en el tráfico de drogas.

La acusación promovida por la central sindical, organizaciones de la sociedad civil como la intersocial y figuras de la oposición política, propició una marcha por nuestra principal avenida con la consigna de defender la democracia. Una condición, así se proclamó, amenazada por las maniobras de un gobierno infiltrado por el narcotráfico. La acusación fue tan absurda que el proyectado repudio solo consiguió reunir a unos pocos miles de personas, que, sin mayor entusiasmo, luego de agitar carteles infamantes contra el gobierno, se retiraron calladamente del lugar. En días anteriores los mismos carteles amenizados por gritos proclamando una debacle generalizada aparecieron en la inauguración, por parte de la presidencia, de un nuevo hospital en el Cerro de Montevideo.

No es mi propósito celebrar tales fracasos. Me guía más bien mi temor ante una oposición que no parece reparar que en cada movilización popular basada en los delirios que proclama, más que dañar al gobierno lastima al sistema político. Lo hace al ignorar que la mejor vida social, la que puede facilitar formas cooperativas de acción e interacción, dependen en gran medida de las relaciones de confianza institucional que el tiempo consolida.

El respeto al adversario es un recurso frágil que se agota con mucha rapidez, pero solo se reconstruye a través del lento esfuerzo de generaciones. Solo con él se construye un capital cultural. Dilapidarlo es pecado mayor.

El respeto al adversario es un recurso frágil que se agota con mucha rapidez.

EDITORIAL

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2023-11-20T08:00:00.0000000Z

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